Daniel Saint-Aubyn
Nuestro mundo es imagen. Nuestro medio más inmediato para percibir lo que nos rodea es el visual. Es una invasión continua a nuestra retina que nos ayuda a comprender, enriquecer, valorar, querer y amar todo lo que siempre está pasando frente a nuestros ojos. Esto se convierte en una acumulación que guardamos dentro y que luego usamos, barajamos, superponemos o separamos creando nuestro mundo interior, también hecho de imágenes, podría decirse que en base a nuestras fotografías propias. París es una torre y un arco; Nueva York uno, dos o tres grandes rascacielos; Londres un reloj. De esa forma, a través de imágenes se conforma nuestro mundo interior y muy personal, y la forma en que nosotros percibimos y entendemos el exterior.
Gracias quizá a esa afinidad natural del hombre con las imágenes es que la fotografía llega a tocar tan fácilmente nuestras fibras, nuestra capacidad artística intrínseca, uno de los requisitos fundamentales de todo arte que quiera ser apreciado como tal. Por eso el entendimiento, la complicidad inmediata entre una foto y el espectador. Hay allí una familiaridad latente y casi innata. Podemos considerar entonces que existe un lenguaje común, compartido, un lenguaje netamente visual que es a la vez amplio, democrático y directo, haciendo así fácil e instantánea la comunicación. En cambio, tomando como ejemplo la pintura, por lo general ella requiere una reflexión más profunda, más abstracta, quizá el uso de otros planos del cerebro, que ya no se encuentran tan a la mano como aquellos que se impresionan con la imagen vívida, óptica, real. La pintura por el contrario nos presenta hechos viscosos, imágenes tamizadas por los pigmentos y su técnica, dejándole a la fotografía la ligereza del instante tomado al vuelo, así como se toma la vida.
A pesar de que el hombre es muy visual, es también muy escéptico. Siempre le ha temido a la innovación y se pone en contra de ella simplemente porque trae cosas nuevas. Pero al mismo tiempo, y con más fuerza, el hombre también ha tenido siempre ansias por expresarse, por comunicar su yo interior. Tal vez sea por lo primero que en sus inicios la fotografía haya sido vista con suspicacia por sus ahora hermanas bellas artes. Ellas mantuvieron su círculo cerrado y egoísta por recelo, por la novedad, por la invasión de lo que consideraban simple técnica a su club cerrado y exclusivo de la estética de sus oficios seculares. Pero si respondían de esa manera, no era tanto porque veían peligrar sus acomodados puestos de honor, sino porque veían que en el fondo esa nueva y joven técnica poseía – posee – muchas cualidades únicas y un potencial para hacer arte, pues se trataba de una nueva forma expresiva, un nuevo instrumento para los artistas, para quienes el fin último es sublimar la vida en piezas de arte. De esa forma le daban su voto de confianza, confidencialmente lo consideraban ya como un arte. “El que se pica es porque ají come”, dirán algunos, y es que al fin y al cabo la fotografía les estaba brindando algo que muchas vertientes de las otras artes han venido buscando en repetidas oportunidades a través de los años: capturar la realidad, atrapar al mundo, dominarlo con un pincel o un cincel y poseerlo en pequeño formato tal como es, tenerlo así domado para luego mostrarlo y dar fe de logro.
Dice Sontag1, que es con la industrialización que la fotografía alcanzó la categoría de arte, pues es cuando dejó de ser un objeto de unos pocos, exclusivo de inventores o de élites, y pasó a manos del público común, de la gran masa de artistas potenciales. Luego la fotografía se deja llevar por el proceso natural de aceptación o adaptación que sucede al impacto de la novedad, tal como ocurre con los grandes inventos, con las transmutaciones de lo viejo, con los hechos que modifican rumbos.
De esta forma, al final cada arte llega a ocupar – y debe hacerlo – su espacio dentro del espectro que comparten. Son variadas y diferentes formas expresivas, y mientras más se encuentren a la mano, mejor. Esto le da más oportunidades al artista en su búsqueda incansable por manifestarse, por exponer al mundo, a la vida misma. La vida está llena de arte y estamos aquí para captarlo e interpretarlo a nuestra manera, a la manera humana, sin importar el medio.
La fotografía es entonces arte. No cabe duda. Arte que se traduce en momentos congelados o viceversa. Son instantes, lágrimas, risas, sudor, que quedan completamente detenidos, pero que con gracia natural nuestra costumbre al movimiento busca continuar, completar para reconstruir el hecho retratado, descubrir la historia que subyace. La fotografía nos regala fotogramas cómplices que nos hablan de forma directa, mediante su lenguaje visual nos comunica lo universal, lo local, lo extraño, lo conocido, nos desnuda sentimientos, nos remueve la añoranza, la nostalgia, se convierte en un testigo inmortal del tiempo, y eso nos conmueve. La fotografía es tiempo, tiene el poder para manipularlo. Es increíble como ese diminuto acto mecánico, traducido en un clic, puede transformar vidas, mundos, momentos, para inmortalizar una imagen y hacer que perdure en el suave caudal de nuestra memoria individual o colectiva, o en el tiempo histórico. Un clic produce un eco eterno.
Lo que puede ser considerado como arte dentro de la fotografía radica tal vez en que ella no deja de ser una interpretación del mundo. El fotógrafo decide como el pintor qué quita o deja dentro de su composición, busca el momento preciso, la forma en que debe quedar plasmado, la textura, el color, los tonos, la luz. Todo con el fin de conseguir una foto que pueda tenerse y ser llevada, para enseñar y compartir ese momento que bien se merece un puesto privilegiado entre todos los otros momentos que suceden simultáneamente. Ver. Ver el mundo es sentirse libre, es la libertad suprema. Dirigir la mirada a voluntad, encuadrar una foto son demostraciones de libertad. El arte es libertad.
La vida en sí misma está compuesta de fragmentos, son fotogramas que varían – variamos – de velocidad, de luz, de sombra, de enfoque. No se trata de un continuo, no son segundos almacenados uno detrás de otro, está hecha más bien de pedazos, de fotografías para saltar entre ellas dentro de la memoria y que luego entrelazamos y fundimos para reconstruir los hechos.
El único continuo es el ahora, ese que pasa ya, mientras se escriben estas líneas, y que pasa dejándonos una estela de instantes.
(1) Sontag, Susan. Sobre la fotografía. Eldhasa, 1990
Daniel Sait-Aubyn
Estudiante de Arquitectura USB
Trabajo presentado en el Estudio General
Arte y Ciencia de la fotografía(DAP-561)
dictado por la profesora Helena Sanz
Universalia nº 21 Ene-Jul 2004