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Visiones acerca de una “oveja negra” (Las identidades del artista)

Br.  Alexandro Talamo, estudiante de Ingeniería Química
Trabajo presentado durante el trimestre enero-marzo 2012
en la asignatura LLC-313 “Novela Breve Latinoamericana” de la Prof. Gina Saraceni, adscrita al Dpto. de Lengua y Literatura

"Todo artista es tan múltiple
que el crítico no puede dejar de encontrar
en él lo que busca resueltamente y a priori”
- André Maurois

I - (Preliminares)
Los teatros, los museos, los cines y las bibliotecas son espacios donde se pone en escena (nunca mejor dicho) uno de los rasgos más propios del ser humano que es la creatividad. Este atributo tan característico del hombre es una constante que ha marcado su historia y que ha servido para satisfacer, cada vez más eficientemente, aquella necesidad a la que se refiere Mario Vargas Llosa (escritor peruano nacido en 1936) cuando plantea, en su ensayo La verdad de las mentiras (1990), que: “Los hombres no están contentos con su suerte y casi todos –ricos o pobres, geniales o mediocres, célebres u oscuros- quisieran una vida distinta de la que viven”. Ofrecer ese universo alternativo de posibilidades de vida sería la función de la creatividad y la imaginación.
Sin embargo, más que interesarme por la expresión creativa y su innegable utilidad, siempre me he sentido particularmente atraído por la figura que hace posible el milagro que toda creación es, por esa persona detrás de escena, detrás del papel o del cuadro a la que solemos llamar “artista”. Todo lo relativo a la relación que hay entre la categoría artista y el ser de carne y hueso que se esconde detrás de esa etiqueta, su dualidad, su vínculo con la sociedad y el entorno, ha sido de mi interés en algún momento de mi vida. Lo inquietante es que la identidad del artista sigue siendo un tema de discusión para los pensadores e intelectuales. A pesar de que la contemporaneidad pareciera interesarse más por los profesionales eficientes y productivos que por los artistas, hay discursos y espacios donde esta peculiar figura todavía es motivo de reflexión. Un ejemplo clarísimo de esto lo constituye el estudio general sobre narrativa breve latinoamericana que cursé hace poco, donde paralelamente a un análisis crítico de diversas obras contemporáneas del continente, tuve la oportunidad de revisar las posturas de varios escritores acerca del proceso creativo, de la figura del creador y del entorno donde éste circula.
Pero aquí no acaba el asunto. Mientras yo me deleitaba semanalmente leyendo a un autor que me ofrecía una nueva perspectiva acerca del tema, aparecieron dos obras en los medios que plantean reflexiones al respecto: Smash (2012), serie de televisión americana basada en la novela homónima de Garson Kanin que tiene como escenario el montaje de un musical sobre la vida de Marilyn Monroe, y El artista (2011), una película franco-belga dirigida por Michel Hazanavicius donde se representa la figura del artista decadente que no logra encajar en el continuo avanzar de la maquinaria social de su época.
Esta producción cinematográfica se caracteriza por romper con todos los estándares de la era actual dominada por la acción, los robots y los efectos 3D, porque muy al contrario de sus obras coetáneas en cartelera, tiene rasgos que no se veían desde hace más de cincuenta años: es muda casi en su totalidad y como se acostumbrara en el cine de antes, la expresión corporal de los actores, acompañada por un trasfondo musical adecuado, es el lenguaje que predomina en ella. Además, la imagen está en blanco y negro durante toda la película. El personaje principal, George Valentin (Jean Dujardin) es un exitoso actor de cine mudo que entra en una crisis existencial que lo hace dudar de su condición de artista, de su propia identidad frente a la modernidad incipiente y a la continua renovación de la industria cinematográfica. Esta innovación está representada por la figura femenina del filme, Peppy Miller (Bérénice Bejo), que es una actriz principiante. A lo largo de la película, vemos la modificación de los intereses de la sociedad y cómo estos son los que determinan qué es un buen artista y qué es el buen arte. También se observa cómo los artistas reaccionan ante estos cambios con conductas que van desde intentos de suicidio y una resignación a perder todo lo que se tiene, hasta una aceptación positiva de la mutabilidad del propio ser y posterior adaptación a los nuevos estándares sociales, sobre el arte y su consumo, como se ve en el final de la obra.
Lo cierto es que el alcance que ha tenido esta película (ganadora de cinco premios Oscar, entre muchos otros), el punto de vista que ofrece acerca de esa figura sujeta a estar siempre expuesta al ojo crítico de la sociedad, así como el acercamiento a obras literarias que tratan el tema con una profundidad similar, fueron suficiente motivación para comenzar a investigar sobre la problemática identidad del artista.

II - La palabra hace al artista
El genio, el lúcido que ve entre la sombra, el creador, el observador agudo, el celador de la estética, el gurú de la belleza, son todos epítetos que definen al artista así como los de marginado social, rebelde, loco, incomprendido e incomprensible, diferente, otro. Dependiendo de cómo se quiera mirar, detrás de la palabra artista están todos estos calificativos que lo convierten en una moneda de dos caras que no pueden ser separadas la una de la otra. Aquí radica el atractivo de este personaje: en su dualidad, en que puede ser y no ser al mismo tiempo, aún cuando se intente definirlo de diversas maneras.
Las palabras le dan significado a las ideas, entonces antes de ahondar en lo que implica ser un artista y entrar en toda la controversia que el concepto encierra, conviene revisar qué explicaciones existen para el sustantivo artista. En el caso de los hispanohablantes, el Diccionario de la Real Academia Española es la máxima instancia en materia de definiciones, interpretaciones y correcto uso de la lengua hispana. Pero, incluso esta reconocidísima institución muestra la imprecisión del término y la necesidad de definirlo de múltiples modos. La palabra artista, tiene seis acepciones que no necesariamente convergerán en algún punto1.
No es extraño encontrar diferentes versiones en la bibliografía crítica y académica relativa al tema: por ejemplo, Arnold Hauser (1892–1978) en su “Historia social de la literatura y el arte” (1998) define al artista hablando de las obras de arte y plantea que “éstas no provienen de aficionados, sino de especialistas preparados, los cuales habrían invertido una parte importante de su vida en el aprendizaje y la práctica de su arte, constituyendo de por sí una clase profesional” (32). Con estas ideas el autor se refiere, en primer lugar, al artista como un profesional que necesita de una capacitación como cualquier otro. No obstante, en esta definición, no se destaca el rol central que para el artista tienen la creatividad y la imaginación.
Esta perspectiva se contrapone a otras definiciones (también actuales) como la que ofrece Estefanía Bautista Brocal (licenciada en Bellas Artes, española) en su artículo web “El Artista Social influyente e investigador” (Portal arteenlared, 2010) cuando afirma que: “el artista es más que un productor de iconos o un referente cultural, también es un creador de sistemas simbólicos -mediante el proceso de la creatividad artística- que se traduce a la sociedad en innovadores discursos y lenguajes hasta ahora no planteados”. Con esta reflexión, Bautista Brocal defiende el carácter indispensable que tiene la innovación, la creación, que se sobrepone a la práctica y al conocimiento cuando de un trabajo artístico se trata. Además de estas perspectivas especializadas sobre el tema, también es importante indagar en la visión de jóvenes aficionados al arte cuyo juicio quizás no sea el más profesional, pero ofrece otra mirada sobre el problema. Si se les pregunta cómo distinguen a un artista del resto de la sociedad la mayoría coincide en que dicho individuo posee una perspectiva diferente de la vida, quizás una más sensible y estética, que le permite mirar, apreciar de otra forma la cotidianidad y proyectarlo en sus obras2. Sea adquirida mediante la práctica o sea fruto del deseo de innovación, esta otra mirada parece una constante en todas las perspectivas sobre el artista que he podido rastrear.
De lo destacado hasta ahora, se desprende el hecho indiscutible de que el artista está vinculado a una serie de estereotipos que lo definen. Si partimos de que el estereotipo es una idea o imagen comúnmente aceptada por un grupo social, se puede deducir que cada época tiene sus propios estereotipos. En primer lugar, porque los grupos sociales y sus creencias se ajustan a las condiciones históricas y, en segundo lugar, porque cada generación tiene sus propios criterios de “normalidad” y “anormalidad”.
Si se retrocede a las etapas iniciales de la historia occidental (Egipto, Grecia, Roma), se observa que las manifestaciones artísticas estaban ligadas (y casi limitadas) a la exaltación de lo místico y lo religioso, por lo cual el artista era una especie de trabajador que prestaba un servicio divino. Imitaba la belleza de los dioses en las esculturas, representaba sus grandes batallas o sus historias de amor en los teatros, recitaba elogios a los favores concedidos por ellos, aunque también satirizaba temas políticos y de interés social. Platón, uno de los pensadores más recordados de ese tiempo, sostenía que el artista era un hombre divino, provisto de una locura particular que descendía de los cielos para iluminarlo, para distinguirlo del resto de los hombres pero también para hacerlo guía de la humanidad, convirtiéndolo en el encargado de denunciar los males del individuo y de la comunidad.
Durante la era cristiana este carácter de crítico, de personaje inspirador y creador que encarnaba el artista, se convirtió en el de simple alabador de un credo o dios: el objeto del arte en este período era primordialmente la adoración de lo divino y el asentamiento de la santidad como cualidad inalcanzable por medios distintos a los de la Iglesia. Pero, a pesar de que las autoridades eclesiásticas gobernaban y monopolizaban prácticamente todos los recursos económicos de la época, los temas paganos y las formas alternativas de arte no tardaron mucho en aparecer: los trovadores y cantantes de pueblo se encargaban de transmitir, entre generaciones y naciones diferentes, historias, mundos y canciones fuera del alcance de lo católico. Estos artistas, nuevamente ligados a lo escénico como sus antecesores grecorromanos, criticaban la política, el control social que ejercían las instituciones de poder, pero también hablaban de lo humano: del amor, de la muerte, del dolor, de la dicha de vivir.
Con el Renacimiento, luego de una oscura Edad Media,  la figura del artista se liga por completo al poder oficial, a la Iglesia, a las familias pudientes, a los actores políticos y llega su auge, aparecen personajes tan célebres como Leonardo Da Vinci o Michelangelo Buonarroti. En toda Europa, especialmente en Italia, comienza una revalorización de este personaje en el escenario social, se le respeta, se invierte en sus proyectos, se le considera mucho más que un mero trabajador. De hecho, de aquí en adelante, y durante todos los siglos de monarquías y aristocracia europea, será común encontrar que cada Casa Real tendrá a su disposición un grupo de artistas en su corte, como fue el caso de Mozart o Beethoven. El arte implica placer, también confiere el grado más alto de la cultura que solo podían alcanzar los más ricos siendo espectadores del trabajo de los genios que, distantes de esa imagen aduladora que tenían en la antigüedad, ahora son los exponentes más competentes de lo que la maravillosa creatividad humana es capaz de hacer. Son los que tienen talento, los que obran con perfección y sumo cuidado de las formas en cada trabajo realizado, los que dictan tendencias sociales y no solo los que las representan. Así llegamos a la época más actual donde, luego de haber experimentado tantos cambios, la figura del artista es una mezcla extraña que incluye de todo un poco.
Ya no se puede pensar por separado en el adulador, el bufón de corte, el cantante de serenatas, el rebelde, el inadaptado social o el genio admirado y talentoso. En su lugar, lo que se tiene actualmente es una (in)definición en relación a los conceptos que nombran la identidad del artista, que es resultado de muchos prejuicios culturales que aparecen cuando se ve a una de estas personas. Quienes piensan en el artista, son conscientes de que estas definiciones no pueden ser aceptadas como verdades absolutas, por lo que la reflexión sobre su problemática identidad se lleva a cabo de forma insistente en dos espacios: el del arte (como expresión plástica o escénica) y el de la literatura.

III - Las máscaras del artista
"El verdadero artista dejará a su esposa morir de hambre, a sus hijos andar descalzos y a su madre, de setenta años, como una esclava del trabajo para mantenerlo, antes de trabajar en otra cosa que no sea su arte", eso afirmó alguna vez el escritor irlandés George Bernard Shaw acerca de quienes pretenden vivir del oficio artístico3. En toda comunidad es común encontrar por lo menos un artista, o una persona que es reconocida como tal, y es después de pasar por varios filtros y cumplir con diversos prejuicios que puede aspirar a merecer dicho apelativo.
Además de las “cualidades” citadas por Shaw, se pueden sumar otros estereotipos que, mirando a través del ojo escrutador de la colectividad, parecen estar frecuentemente ligados a la palabra artista y a quien es designado por ella. Por citar algunos ejemplos: excentricidad en el modo de vestir y hablar, sensibilidad exagerada, tendencias homosexuales o bisexuales y auto-destrucción (abuso de drogas, de licores, enfermedades). Basta examinar cualquiera de las numerosas biografías que se presentan de maestros como Van Gogh, Manzoni, Pavese, Hemingway, Marilyn Monroe, María Callas o, más recientemente, Alejandra Pizarnik, o estrellas del mundo de la música como Michael Jackson o Amy Winehouse, para darse cuenta de que este declive parecer ser constante en el gremio artístico.
Incluso, existen referentes culturales que han colaborado al asentamiento de estos estereotipos en el imaginario de la sociedad, en el cine se encuentran: La vie en Rose (2007) de Olivier Dahan, El cantante (2006) de Leon Ichaso, Midnight in Paris de Woody Allen, la ya mencionada, El artista de Michael Hazanavicius, que son todas obras cuyo foco de atención es representar la errática y decadente existencia a la que parecen estar condenados los artistas debido a la tendencia de la sociedad a clasificarlos como sujetos diferentes al resto. El lado oscuro del corazón (1992), de Eliseo Subiela, es una película argentina donde quedan expuestas más claramente muchas de estas características: El protagonista es un poeta llamado Oliverio y durante todo el filme se muestra su peculiar estilo de vida. Tiene múltiples personalidades, habla con una vaca, tiene una precaria situación económica y no se preocupa por ello, tiene una relación conflictiva con su propia muerte y no tiene una pareja estable. Oliverio se rehúsa en repetidas ocasiones a aceptar un empleo normal e insiste en que su profesión es ser poeta, aunque tenga que vender sus versos en la calle o cambiarlos por un plato de comida cuando mucho. Además, tiene una exigencia peculiar en el amor: la mujer que él está buscando puede tener la apariencia física que sea, pero debe saber volar. En este punto, sobre todo, es que Subiela introduce imágenes con sentido metafórico para que el espectador comprenda que la cosmovisión de un artista es distinta a la del resto. Por otro lado, dos de los amigos de Oliverio (entre ellos un artista plástico) y el mismo protagonista conforman un trío de marginados sociales. Pocas veces se les ve interactuando con otros miembros de la sociedad, a excepción de las mujeres para sus aventuras sexuales ocasionales, pero en una de estas contadas ocasiones se ve como el escultor debe clausurar la exposición de sus obras por considerarse inmoral, por tener una temática sexual expresada de forma excéntrica, con lo que se acentúa nuevamente la diferencia entre la sociedad y el artista.
Lo cierto es que esta supuesta diferencia es motivo de inquietud y fascinación para los intelectuales, y esa figura que puede presentarse detrás del telón, del papel y la tinta, del lienzo, o con un instrumento musical en la mano, siempre ha sobresalido de entre toda la gama de personajes sociales posibles de estudiar y representar, incluso por su extrañeza cuando se le compara con otros seres y profesionales.
Tratar de definir lo que es un artista implicaría reducirlo a una simple construcción social, producto de imaginarios históricos y culturales.
Los primeros que luchan en contra del encasillamiento son los mismos artistas, que cuestionan (cada uno a su modo) aspectos centrales de la vida: la muerte, la soledad, el amor, lo estético, lo político y la identidad. Por dar un ejemplo bastante general, René Magritte en su Reproducción Prohibida (1937) presenta el retrato de un hombre que se está mirando en el espejo, con la particularidad de que en lugar de mirar su rostro como dicta la lógica, el personaje mira exactamente lo que el espectador ve de él. Y aquí está el quid de la cuestión: el ser humano, al estar obligado a desenvolverse en un determinado entorno social, termina siendo lo que los demás ven en él (o ella) y no lo que realmente es. En algunos casos deja de ser una persona, pierde el nombre propio y pasa a ser un sustantivo más: se habla del hombre, de la mujer, del niño, niña y adolescente, del empresario, del médico, del artista, siempre en general. Pero ¿no es un error generalizar y por ende, encasillar la identidad de una persona según lo que el colectivo ve y proyecta en ella?

Reproducción Prohibida (1937) – René Magritte

La obra pictórica de Magritte desafía la física óptica, la realidad vista según la óptica científica, la que calza en el sentido común e induce al observador a pensar de otra manera, a cuestionar los mecanismos de funcionamiento asociados al reconocimiento externo de la propia identidad. De esta manera, usando la misma lógica que Magritte critica, el espectador podría llegar a la conclusión de que es imposible ser lo que los demás ven de nosotros. Siempre se es mucho más.
Adrián Alemán, artista plástico, declara que no se siente a gusto cuando lo califican de esa manera: “Es una palabra bastante pesada, porque siento que aún me falta aprender muchísimo” (Entrevista realizada en 2012). Acepta que en muchas ocasiones tiene una cosmovisión distinta, que tiende a expresarse mejor utilizando sus manos para crear una obra (pintura, dibujo, escultura) con técnicas más adecuadas a su realidad, que a través de una descripción escrita. Además, afirma que este proceso de creación, innato en él, lo hace sentir diferente… aunque no mejor.
Otro ejemplo bastante claro es el trabajo del actor. Crismar Padilla, estudiante de teatro con experiencia como actriz en televisión y diversos escenarios del país, afirma (Entrevista realizada en 2012) que una de las mejores cosas que le brinda la actuación a quien la practica es justamente el poder interpretar muchos roles diferentes sin dejar a un lado el propio ser. “Lo primero que nos enseñan es a diferenciar un personaje de uno mismo, eso implica mucha preparación: estudiar la columna del papel, la personalidad, los movimientos”, con lo cual quiere decir que, a pesar de adquirir momentáneamente todos los rasgos de un personaje, un actor (o actriz) nunca puede perder de vista quién es. Probablemente el público asociará su cara con Julieta, con Ofelia, Lady Macbeth o cualquier otra bruja o princesa cliché, la definirá como alguna de esas mujeres que han tenido muchas caras a lo largo de la historia, pero la verdad es que ella nunca dejó de ser realmente Crismar Padilla. Incluso, el epíteto de actriz (y por ende, el de artista) viene después de que los espectadores han terminado de ver la obra y la han recibido bien, porque en el caso escénico, el artista solo será considerado y legitimado como tal  por los aplausos de los espectadores. Una vez más son los otros, la sociedad, quienes construyen la identidad de esta controversial figura como lo es la del artista.
Existe un rechazo generalizado hacia el término “artista”: bailarinas, actrices y músicos sienten lo mismo en relación a cómo la sociedad los mira. Todos plantean que dicho concepto implica algún tipo de alteridad que ellos todavía no han alcanzado y, sobre todo, que reduce su personalidad a un solo aspecto. Podría pensarse entonces que en lugar de usar el incómodo sustantivo, para ellos es más apropiado ser definidos como artífices del arte, denominación que hace énfasis en la actividad creadora, en “hacer posible el arte”, más que en la perfecta ejecución de dicha actividad. Todos parecen coincidir en que ser un artista significa más bien ser considerado como tal ante los ojos de alguien más.
La literatura, por su parte, es un espacio que hace posible la herencia de la mentalidad de una sociedad. Sus obsesiones, temores, males, sus poderes y saberes, sus  convenciones, se han mantenido gracias al testimonio escrito.
“(…) y dijo que así se hacía la literatura en Chile (…) pero no sólo en Chile, también en Argentina y en México, en Guatemala y en Uruguay, y en España y en Francia y en Alemania, y en la verde Inglaterra y en la alegre Italia. Así se hace la literatura. O lo que nosotros, para no caer en el vertedero, llamamos literatura. Luego volví a canturrear: el árbol de Judas, el árbol de Judas (…)”
La cita proviene de Nocturno de Chile (1999) de Roberto Bolaño (1953-2003) y en ella, el autor representa al escritor y a los artistas como trabajadores de la cultura, como figuras que establecen alianzas con el orden y sus doctrinas aún cuando éstas no se ajustan a la moral y a las buenas costumbres. En este caso, el carácter de creador asociado a la figura del artista sirve únicamente para esconder una realidad cruda, difícil y oscura, para adaptar los hechos a las necesidades socio-políticas del entorno o las autoridades4. El escritor, el artista, es representado como un criminal cómplice al servicio del terror y de la violencia que ejercen las autoridades. Además, se hace énfasis en que no es un hecho localizado únicamente en Chile o América Latina.
El final del fragmento –el árbol de Judas, el árbol de Judas- hace referencia a la figura traidora por excelencia dentro de las creencias cristianas (predominantes en el mundo occidental) y representa una metáfora coherente con la definición de artista que se ve en toda la obra. Esta profunda traición al propio ser se puede apreciar en varios personajes. María Canales es uno de ellos, ya que por un lado, es la esposa de un agente secreto del servicio del gobierno central y está consciente de que el sótano de su casa es usado para torturar e interrogar a los subversivos y representantes internacionales que pudiesen hacer pública la realidad que se vivía en Chile. Y de la misma forma, mientras estos hechos se desarrollan a oscuras, en la sala, ella es escritora y anfitriona de reuniones para un distinguido círculo cultural de la zona: artistas, escritores, todos creadores que son cómplices de lo que sucede y usan su arte como una herramienta para el asentamiento del poder autoritario y cruel.
Este es un caso donde la influencia de la literatura tiene un gran alcance, pero si se quiere ser más específico, también se puede pensar en el escritor como constructor de identidades y, para precisar aún más la idea, el autor puede ser concebido como aquel que pone en escena, por medio de las representaciones literarias, la figura del artista. Para ejemplificar este hecho, se puede pensar en “Mascarada”, donde el escritor venezolano Eduardo Liendo (1941) representa  a un personaje ficticio anónimo, sin razón de ser, que va adquiriendo a través de las palabras de quien lo escribe todos los atributos necesarios para construir una identidad: un nombre, un domicilio, un trabajo, y una imagen. El autor plantea al escenario artístico como el lugar donde una persona puede descubrirse a sí misma (Prudencio se convierte en una suerte de actor de teatro, va cambiando de disfraces y formándose una propia personalidad), pero en la escena final hace que el protagonista del relato pueda desprenderse de todos estos elementos para volver a ser un simple personaje ficticio. Por más que la cédula, las máscaras y el contrato hicieron que Prudencio existiese a los ojos de la sociedad que lo rodeaba, el desenlace del texto retoma la idea de plantearlo como un sujeto imaginario que logró existir única y exclusivamente gracias a que su autor le confirió, a lo largo del texto, los elementos necesarios para ser concebido como una persona en el complicado sistema de convenciones sociales en el que los lectores viven.
Otro escritor que ha ofrecido su perspectiva sobre los artistas y nos permite ampliar los modos de concebir a esta figura en sus textos es Julio Cortázar (1914-1984). En Rayuela (1963), a través del protagonista, Horacio Oliveira, el autor presenta al artista como un individuo sometido constantemente a “la incompresión y el snobismo del público”, por lo que toda persona que se dedique al oficio artístico está sujeta a cierto tipo de rechazo por parte de su entorno social. No es más una figura subordinada al orden de la sociedad y a sus principios, como se ve en la obra de Bolaño antes citada, sino que tiene una visión distinta a la del resto, más inconforme y capaz de poner en duda todos los prejuicios que componen la “normalidad”. Una de las escenas más relacionadas a este tema ocurre cuando el protagonista asiste a un espectáculo ofrecido por la pianista Berthe Trépat. El concierto resulta ser un fracaso en el que la poca audiencia reunida va dejando la sala a medida que la artista interpreta diferentes obras. Entonces Oliveira, en un intento de elogiar el trabajo de la mujer, le dice que en el fondo él sabía que ella estaba tocando realmente para sí misma. Luego cita a Nietzche y sostiene que “un artista solo cuenta con las estrellas”. Este momento del relato tiene doble intención: por un lado, Cortázar presenta su concepción de artista como una persona aislada porque la colectividad no es capaz de comprender su trabajo y su cosmovisión y, por otro, plantea al escritor/crítico (él mismo reflejado en Oliveira)  como el único que entiende, y por ende, está encargado de enaltecer la obra artística y de poner en evidencia el desinterés de la sociedad por el arte.
No obstante, este mismo autor, en El Perseguidor (1959), plantea las limitaciones de la literatura al tratar de construir la identidad de un artista. En este relato se presentan varios encuentros y conversaciones entre Bruno, un crítico musical que funciona como narrador, y Johnny, un saxofonista en descenso que cumple con muchos de los estereotipos mencionados al inicio de este ensayo. Se muestra cómo Bruno, al escribir la biografía de Johnny, consigue el prestigio que tanto anhelaba a pesar de haber traicionado tanto a la verdadera personalidad del artista como a sí mismo. En un determinado momento, Johnny le dice a Bruno lo siguiente: “De lo que te has olvidado (en tu libro) es de mí” y con eso desmorona todo el trabajo crítico que este último creía haber realizado con éxito.
“Y no es culpa tuya no haber podido escribir lo que yo tampoco soy capaz de tocar. Cuando dices por ahí que mi verdadera biografía está en mis discos, yo sé que lo crees de verdad y además suena muy bien, pero no es así. Y si yo mismo no he sabido tocar como debía… Ya ves que no se te pueden pedir milagros, Bruno”
El problema no es que la biografía escrita por Bruno haya sido infiel a la existencia de Johnny, sino que su trabajo termina siendo más una reducción que una representación fiel de la verdad, que en este caso es la compleja identidad del saxofonista. Johnny, el artista, termina siendo una construcción social elaborada por el crítico de jazz en su intento de enaltecer la figura del artista, que además es su amigo, y de aumentar el renombre de su juicio. Es Bruno quien decide qué cosas debe escribir y qué cosas obviará del texto que, a los ojos de la comunidad, definirá a Johnny. Este diálogo entre ambos, sirve para poner a la literatura en evidencia como creadora de verdades parciales y no de definiciones reales y absolutas, para plantearla como un instrumento también delimitado por ciertas normas a las que deben obedecer y adecuarse todas sus descripciones y argumentos. Además, también queda claro el hecho de que en la obra del artista no se encuentra su identidad por completo: examinándola se van a conocer aspectos de su personalidad, sí, pero una vez más, al tratarse de una figura dinámica por excelencia, resulta imposible definir a un artista por lo que de suyo aparece en sus trabajos.
Como se ha podido observar a lo largo de este trabajo tanto el cine como la literatura despliegan en sus distintas representaciones del artista, los múltiples prejuicios, perspectivas, estereotipos existentes sobre esta figura controversial. Sin embargo, todas estas visiones padecen una misma condición: son ideas generales, repetitivas y muy parcializadas acerca de la verdadera identidad de los artistas.  Entonces, se puede afirmar que la identidad de quien se dedica a la creación artística es indeterminada o, mejor dicho, es el producto de tensiones, contradicciones, convivencia de rasgos muy distintos que no necesariamente tienen que armonizar. Sino que tienen que mantenerse irresueltos.
Actualmente se está viviendo una época donde la sociedad está abriéndose a la diversidad de pensamiento y resulta inadecuado pensar en cualquier persona desde un único punto de vista. Ya no tiene sentido pensar en el artista decadente, ni en el genio admirable, ni en el aislado o marginado social, ni en la rockstar que mueve masas.
Hoy en día, un artista puede ser mucho más que eso: se puede ser ingeniero y ser poeta, se puede ser médico y  pintor, y así se podrían pensar muchos binomios más en los que la actividad creativa se puede ligar a otra profesión aparentemente opuesta. Y digo aparentemente porque también hay que tomar en cuenta la transversalidad del conocimiento tan propia de nuestra época, ya que para desempeñarse eficientemente en ámbitos tan distintos como la ingeniería y las artes, el principal requisito es tener una visión amplia de la vida, es tener una perspectiva que se pueda adaptar a las necesidades de un momento dado. Por lo tanto, como colectivo, tenemos la necesidad de desautomatizarnos con respecto a lo que el concepto de artista encierra. Escuchemos las versiones que nos ofrecen los medios sobre ese personaje, pero no lo pensemos más como una persona ajena a nuestra realidad, no aceptemos la distancia que esos canales colocan entre “él” (o ella, muchas veces ella) y nosotros. Existe quien diría que el arte es sinónimo de creación, es poseer la habilidad grandiosa de poder crear algo producto de las experiencias personales. Toda persona es capaz de manifestar un sentimiento, así como es capaz de prepararse y desarrollar la destreza para que dicha manifestación sea estéticamente bella y produzca placer al verla, sentirla o escucharla5, entonces seamos capaces de abandonar esa gran máquina manejada por los medios y la colectividad, ese mecanismo tan difícil de frenar que determina e impone los qué y los cómo debemos pensar acerca del artista, dejemos de obedecer ciegamente a los estereotipos asociados a su identidad que nos conducen a criticarlo, a juzgarlo y hasta marginarlo, y pensemos en el artista como una persona multifacética que, al igual que quienes lo rodean, vive en este mundo, tiene que trabajar y cumplir con una rutina diaria, aunque en ocasiones prefiera utilizar medios más creativos, sonoros, o táctiles para expresar sus vivencias y sea un sujeto dispuesto a explorar otras experiencias a través del gran generador de universos alternativos que es el arte.

1Definiciones de artista según el DRAE: (a) Se dice de quien estudiaba el curso de artes, (b) persona que ejercita algún arte bella, (c) persona dotada de la virtud y disposición necesarias para alguna de las bellas artes, (d) persona que actúa profesionalmente en un espectáculo teatral, cinematográfico, circense, etc, interpretando ante el público, (e) artesano, (f) persona que hace algo con suma perfección.
2Según entrevistas realizadas personalmente en los primeros meses del año 2012
3 Cita extraída del libro “Bioética Narrativa” de José Alberto Mainetti, disponible en versión PDF en http://www.forocampus.com/biblioforo/bioetica/BIOETICA_NARRATIVA.pdf
4 La historia se sitúa cronológicamente en la dictadura de Augusto Pinochet en Chile, en la década de los 70.
5Según entrevistas realizadas personalmente en los primeros meses del año 2012
5 Según entrevista realizada en 2012 a Alejandra Ferrer, licenciada en Letras por la Universidad Católica Andrés Bello, en Venezuela.

Referencias bibliográficas

ALEGRÍA, Fernando. Nueva historia de la novela hispanoamericana (1986). Hanover: Ediciones del Norte.
BAUTISTA BROCAL, Estefanía. El Artista Social, Influyente e Investigador. Artículo de 2010, disponible en el portal www.arteenlared.com
BELLINI, Giuseppe. Historia de la literatura hispanoamericana (1985). Madrid: Castalia.
BOLAÑO, Roberto. Nocturno de Chile (1999). Editorial Anagrama. Barcelona, impresión del 2000. Páginas 146 y 147.
CORTÁZAR, Julio. El Perseguidor (1959). Versión PDF disponible en el portal  www.ellectorperdido.com
CORTÁZAR, Julio. Rayuela (1963).  Editorial La Oveja Negra Ltda. Colombia, impresión de 1984. Página 107.
HAUSER, Arnold. Historia social de la literatura y el arte. Editorial Debate. España, 1998.
LIENDO, Eduardo. El cocodrilo rojo. Mascarada (1992). Editorial Santillana. Venezuela, impresión de 2011. De la colección “Biblioteca Eduardo Liendo” de Alfaguara. ISBN:978-980-15-0326-2
MAINETTI, José Alberto. Bioética Narrativa (1997). Versión PDF disponible en http://www.forocampus.com/biblioforo/bioetica/BIOETICA_NARRATIVA.pdf
RAMA, Angel. La novela latinoamericana: 1920-1980 (1982). Bogotá: Instituto Colombiano de Cultura.
__________    La ciudad letrada. Hanover: Ediciones del Norte, 1984.
VARGAS LLOSA, Mario. La verdad de las mentiras (1990). Versión PDF disponible en http://danworks.files.wordpress.com/2010/01/mario-vargas-llosa-la-verdad...